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A BORDO

CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
Gracias, niños
28.04.2020
CUÁNTAS veces habremos dado la batalla por perdida ante la escena de niños sentados a la mesa de un bar a los que un cruel Herodes digital había arrebatado a sus padres. Los padres esforzándose por competir con el móvil o la tableta que abducía al chaval sin dejar ni una pizca de atención para los papás. Estaban juntos aunque su cercanía era ficticia porque los críos habían traspasado el espejo y vivían con Alicia en un mundo distinto y distante, mientras que sus progenitores se tomaban la caña y los calamares. Aquello sí que era distancia social, y no fuimos pocos los que dedujimos que los niños se habían ido para siempre siguiendo el señuelo de un flautista virtual que los llevaba lejos.
En esto llega el virus que convierte cada hogar en un castillo y, tras el largo confinamiento, amanece el esperado día de la liberación infantil. ¿Querrían salir o se aferrarían al dispositivo alegando que no se les había perdido nada en la calle real? Para muchos de ellos salir había sido antes una condena, un mero intermedio para volver a activar el artilugio y seguir jugando a lo que fuera allí dónde los llevaran.
Resignados, los padres hacía tiempo que se rindieran a la evidencia de que tenían una paternidad compartida con una rival dificil de derrotar, así que procuraban disfrutar del corto trecho que va de casa al coche, lugar dónde los críos volverían a instalarse en otra dimensión.
Los niños de antes tenían en la calle una de sus referencias. Se hablaba de “mi calle”. La calle era la unidad social, y en parte también la aldea de la que procedían padres o abuelos. La raíz era callejera porque en ese trozo de ciudad aún se jugaba, se hacían amigos y se cometían las primeras gamberradas lejos del colegio.
Ese mundo de ayer fue desapareciendo, en parte debido a que el colegio absorbió funciones lúdicas y en parte también a causa de los grandes centros comerciales asépticos que acaban ofreciendo todo tipo de incentivos. Total que salvo excepciones la calle desapareció del horizonte al tiempo que el esparcimiento tecnológico tomaba el mando.
Así que la pregunta era si saldrían el domingo alborozados a competir con los gorriones o seguirían encadenados a cualquiera de las pantallas que los secuestran. A la espera de que Tezanos ofrezca una estadística, la nuestra es que todos salieron a celebrar la libertad y reencontrarse con las calles y plazas que los echaban de menos. La ciudad sonaba distinta el domingo, los niños se miraban entre sí con alegría cómplice y muy pocos tenían el apéndice de la pantalla en su mano, como si hubieran superado un doble confinamiento, el de la casa y el de la tecnología. Eran Pulgarcito, Caperucita, Heidi o Marco, los niños de los cuentos de antes que andaban al aire libre, y no como Harry Potter metido entre lúgubres paredes.
Por una vez la pantalla perdió la partida ante la calle. En la lucha imaginaria entre lo real y lo virtual ganó la realidad, el cielo abierto, el contacto directo, la vida no pixelada. ¿Una victoria parcial? Esperemos que no. Esperemos que la terrible experiencia del encierro ayude a comprender que la pantalla y el balcón son sólo sucedáneos.
